Reflexionar sobre la gala de los Goya con la sensación de oscuridad tal y como lo hago en estos momentos no es algo precisamente agradable. Sin embargo, no hay nada como unas largas y reponedoras horas de sueño para enhebrar reflexiones que llevo hilvanando desde anoche, mientras transcurría la gala.
 

Como le dije a Yolanda Domínguez apenas leí su artículo “Las mujeres en los Goya brillaron… por su ausencia” esta mañana, su texto resume a la perfección los hechos que generaron esa sensación de desazón en mí durante la gala. Sabemos que la situación de partida no es para lanzar cohetes: según el informe anual correspondiente al 2018 de la Asociación de Mujeres Cineastas y de Medios Audiovisuales (CIMA), en ese año solo el 29% de los profesionales al mando de departamentos de las cintas candidatas a los 33 Premios Goya fueron mujeres. Paradójicamente, a pesar de esta representación tan baja, el índice de éxito de directoras y/o guionistas en los premios de carácter nacional y en los festivales es del 13% frente al 7% en el caso de los hombres, y ellas ganas más a menudo. Pero los Goya se resisten: las mujeres han conseguido el 21,9% de estos galardones en la historia de estos premios. Por ello, entristece aún más ver cómo ocasiones para brillar en igualdad se ven sustituidas por la luz artificial de focos brillantemente manejados por intereses de audiencia, titulares y ruido.

Adoro el humor, soy de risa fácil y me maravillo ante ocurrencias ajenas, por muy incómodas que puedan parecerme. Pero no soporto el insulto ni la crueldad y la socarronería me exaspera si se basa en la burla. Por ello, me resulta difícil reir ante ocurrencias (muy a menudo por parte de las propias mujeres) que se basan en perpetuar el rol decorativo, accesorio y superficial de las mujeres. La intervención de una joven activista por el clima, “espontánea” y semi-desnuda que ocupó el escenario para presentar el premio a la mejor película documental fue “más de lo mismo” pero vestido con un tema de moda. Igual que en el caso de la Pedroche y sus campanadas, claro que ella es libre para hacer lo que quiera (o piensa serlo al hacer su elección), pero me cuesta creer que no sintiera la vergüenza ajena y la repugnancia que sentimos muchas al ver cómo se tratan a otras mujeres que son tremendas actrices pero que no cumplen los cánones que nos asfixian, como fue el vergonzoso caso de una redacción de un periódico nacional con el caso de Itziar Castro.

¿Por qué nos cuesta tanto reflexionar sobre las consecuencias de nuestras elecciones? Me surge la duda de si la intención de los guionistas era parodiar al colectivo Femen en una exacerbación de lugares comunes asociados a los rasgos molestos del activismo que algunos asocian a las mujeres, obviando la tarea comprometida, compleja, profesional y serena, pero siempre determinada, que muchas de las ecologistas que conozco desempeñan cada día. Pero más allá de todo esto, no paraba de pensar en esa mujer, que tiene nombre y apellidos (Paula Meliveo) y es única y extraordinaria, empeñándose en reivindicar a los allí presentes y miles de espectadores que la seguían por televisión algo que no alcanzábamos a escuchar siquiera enfrascados en la visión de su cuerpo. Si a ella no le entristeció eso, a mí sí porque estoy segura de que le hacía mucha ilusión estar ahí y no fue ella la que brillo, sino su cuerpo hecho objeto en un escenario.

Tal y como le sucede a la pensadora Amelia Valcárcel y a tantas otras personas (incluidos hombres), tengo la condición vital de sentirme en deuda con el feminismo por haberme ayudado a desprenderme de una venda que, a pesar de ser cómoda, me mantuvo en un sueño que me impedía analizar la realidad en la que vivía durante muchos años. Este análisis es esencial no solo para tomar conciencia de dónde estoy sino también para actuar sobre esa realidad a partir de mis propias acciones y las elecciones que las guían. Las más pequeñitas y ordinarias, la de todos los días.

Sin embargo, no fue el feminismo lo que primero me hizo despertar; fue la cultura. La cultura crítica. La literatura (en especial la poesía), las artes plásticas, el teatro y el cine críticos a los que he tenido acceso a lo largo de mi vida se encargaron de agujerear esa venda que garantiza que todos podamos seguir viviendo de manera “ordenada”. Resuenan las palabras de Chantal Maillard, Premio Nacional de Poesía: “El orden nos exime de ser libres,/de despertar en otro, de despertar por otro.” Cultura crítica como lo que la pensadora Blanca Muñoz define como «una reconstrucción problemática de la cultura como alianza colectiva de transformación social para todos”. Por eso, es ante todo con la cultura crítica con la que me siento en deuda perpetua y es por la urgencia de ese despertar pacífico pero determinado que me levanto el día después de esa gala atando cabos, para que no queden sueltos. Y lo de anoche en la gala de los Goya fue un asalto a nuestro potencial de brillar como personas despiertas y con conciencia.

Mi crítica no persigue solo cuotas o representaciones equilibradas sino que se haga posible que se dé la condición sine qua non para que el cine pueda cumplir su propósito de “contar historias con las que el público se identifique”, tal y como defendió el propio presidente de la Academia, Mariano Barroso. ¿Por qué es tan complicado pensar en una gala en la que mujeres y hombre brillen por lo que son y hacen, no por lo que parecen? Sonreía en el tren camino a casa ante la posibilidad de una acción conjunta por parte de todas las personas que comparten esta necesidad de cambio real, ya sean académicas, premiados, nominados o trabajadoras de eso que llamamos cine. Una protesta conjunta para una gala justa y respetuosa de un cine plural y crítico. Pero sé que es solo un sueño, por lo que me quedo los reconocimientos a la sensibilidad humana y artística de Nata Moreno en exquisita alianza creativa con la historia del músico Aka Malikian; o al compromiso social de Making Doc producciones de “Nuestra vida como niños refugiados en Europa” como ganador al mejor cortometraje documental. O con películas que nos enseñan pasajes desconocidos de nuestra historia colectiva sostenidas por actuaciones rotundas, femenimas y masculinas, como “La trinchera infinita” o “Mientras dure la guerra”. Cine que narra realidades que aún pudiendo ser incómodas, nos recuerdan que siempre tenemos la llave para que cambien. Para que las cambiemos y podamos brillar, por fin, diferentes pero en igualdad.